Un transporte viejo como el Ferrocarril, se vuelve escenario real de múltiples usos y costumbres que la gente le suele atribuir en su pasaje por el mismo; leer el diario, un libro, una revista, escuchar música, hablar por celular, dormir, comer, observar a los demás pasajeros, tratar de identificar lo extraño de ellos, discutir por un lugar, comprar lo que los vendedoras ambulantes venden, utilizar una estación como punto de encuentro, viajar con la bici en el furgón, meterse en el vagón de pasajeros atropellando a todos con la bicicleta o - en el caso más trágico para algunos y más inoportuno y molesto para otros -, usar el tren como medio para suicidarse.
Manuel Bin Laden fue durante 15 años portero de un edificio ubicado en Av. De los Incas 1518. Su principal tarea era recibir a las personas que se acercaban al lugar al igual que la correspondencia de los habitantes del edificio. En sus largos años como portero pudo conocer a muchos de los residentes que vivían en este edificio de 16 pisos. Manuel siempre estaba sentado en la mesa de entrada, conocía los pasos de cada uno de los que atravesaban ese edificio, sabía que todos los días el señor Robles; ex juez de la corte suprema de justicia, partía hacia el trabajo bien temprano y su mujer, la señora Estela Robles, salía todos los días antes del mediodía para pasear a su Caniche Toy macho que con un ladrido histérico lo recibía a Manuel cada vez que él se detenía a conversar con su dueña. Manuel trabajaba todo el día hasta la noche, cuando el hombre de seguridad llegaba para hacerle el relevo. Estos últimos meses se lo veía más callado, con poca energía debido a su enfermedad o por alguna otra razón que lo perturbaba, que le cortaba el habla. Manuel tenía 65 años, era argentino, vivía con su mujer y sus dos hijos, era flaco, bajito de estatura, su cabello era corto y negro, le gustaba saber sobre la vida de las personas, en su trabajo solía estar vestido con su sweater gris habitual, camisa a rayas bajo el sweater y pantalones cargo llenos de historias; dentro de sus bolsillos debió haber guardado las 2 cartas que dejó en diferentes lugares antes de partir esa mañana para no volver.
Hace 2 días atrás los medios de comunicación documentaban la muerte del portero y avisaban a los pasajeros que la línea del tren San Martín permanecería interrumpida hasta el día siguiente. Manuel había sido atropellado por el tren pasadas las 22 horas aproximadamente, en un paso a nivel cerca de la estación devoto. El horario coincide con el regreso de Manuel a su casa al finalizar la jornada laboral. La noticia impactó tanto a familiares como a los habitantes del edificio ya que hacía meses que Manuel venía tratando su enfermedad y los últimos resultados marcaban una leve mejora. El hecho al parecer no tenía explicación; todos en el barrio apreciaban a Manuel, incluso los porteros de los edificios vecinos recibieron con mucho dolor la noticia, su familia siempre lo había acompañado en su lucha contra el cáncer de hígado que lo había sorprendido años atrás.
Manuel había decidido quitarse la vida, fue su elección, no había otra explicación para darle al asunto hasta que las cartas, las 2 cartas que dejó antes de morir, abrieron un panorama diferente al que todos conocían o, pensaban conocer. Una de las cartas fue a parar al garaje de la casa de su hermano menor Pedro (casa donde los hermanos vivieron su infancia), la otra la colocó dentro de la mesita de luz de su esposa, con quien compartía la cama. La primera de estas la había tirado por abajo del portón de madera carcomido por la humedad y los años pasados, en los que solía jugar al fútbol contra aquel portón que esta vez, hacía de buzón de una verdad escrita en papel que lo tenía aún más enfermo que el mismo cáncer; el arrepentimiento, la vergüenza por ser descubierto, el riesgo que corría su familia y la necesidad de limpiar su conciencia cubierta de mentiras y secretos, formaban parte de lo que este escrito vendría a contar.
La carta se remontaba al trabajo de Manuel dentro del edificio, a los primeros años en que conoció a Estela Robles, a la relación amorosa que ellos tenían cuando el señor Robles no estaba en casa, a los días difíciles junto a su esposa, a las interminables horas de trabajo, a la falta de comunicación con su familia, al deseo de vivir otra vida, de trabajar cerca de su casa, de ver a sus hijos crecer, de dejar de ser “el tipo que está en la puerta” que te recibe antes que nadie, el que no te conoce pero te sonríe diciéndote: “buenos días, buenas tardes, buenas noches”, a la insoportable conciencia de saberse engañando a su esposa, a la costumbre de seguir haciéndolo, al peligro de ser descubierto, a los aprietes del señor Robles para que renunciara porque sino mataría a sus hijos y familiares, a la golpiza que le dieron los matones que el señor Robles le envió cuándo salió del trabajo y Manuel disfrazó de un robo en la estación, a la necesidad de seguir trabajando para mantener a su familia y al punto de no soportar más todo esto y despedirse a su modo; poco tiene que ver esta carta con la otra que dejó a su esposa e hijos pidiendo perdón y diciendo que no pudo soportar la enfermedad, que no quería que lo vieran sufrir en agonía y no olvido decir lo mucho que los amaba y lo feliz que lo habían hecho esos años en que todo andaba bien, que abandonaba este mundo para verlos en el cielo, porque Manuel creía en el cielo y en el infierno.
Leonardo Meyre
(trabajo práctico para taller III, escritura periodística y creativa.)
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